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EL COMERCIO DE LA FE

  • Foto del escritor: Alejandro B. B.
    Alejandro B. B.
  • 14 nov 2024
  • 6 Min. de lectura

La religión ansiolítica y antidepresiva de la sociedad hipermoderna.



La psicología positiva se ha convertido en una moneda de cambio. Se vende (o regala) un pensamiento positivo a cambio de felicidad, libertad e independencia. "Si estás mal, has de permitírtelo". Como si esto último fuera un mandato, el mandato de que debes o no debes hacer algo, como si permitirte el sufrimiento fuera algo que depende de la voluntad. Y como si con ello se solucionase todo.

 

Nos encanta decir a los demás lo que tienen o no tienen que hacer, así como tratar de aplicarnos esta suerte de eslóganes o preceptos que, lógicamente, crean rápido un conflicto cuando intentamos, racionalmente, decirnos que hemos de permitirnos nuestro malestar. Además, no solemos ser tan tolerantes con el de los demás. Cuando no conseguimos este estado de tolerancia al malestar, nos sentimos aún peor. Entonces surgen otras premisas como la de disfrutar de las cosas pequeñas, centrarnos en lo bueno o distraernos. Ninguna va desencaminada, pero de nuevo, tampoco suele depender de un ejercicio voluntario estar o dejar de estar de un modo u otro. Las emociones no se activan o desactivan como si fueran los pilotos de un panel de mando.

 

En esta época que hemos construido y nos toca vivir hemos de sacudirnos la tristeza y la ansiedad antes de que lleguen. Los ansiolíticos y antidepresivos contemporáneos y positivistas pasan por comprar ropa, muebles, comida, bebida o momentos de felicidad, adrenalina o desconexión. Cuando aparece el malestar, se hace una propaganda barata sobre la importancia de la salud mental que propugna expresar nuestro sufrimiento -eso sí, no dejarnos afectar por el de los demás, puesto que el egoísmo es puesto en valor en detrimento de la empatía-. Luego, se publicita que el exceso de empatía hace sufrir y que hemos de controlarlo, promoviendo atrincheramientos narcisistas o victimismos mediante los cuales las personas, más que sufrir de un exceso de empatía, están instrumentalizando o proyectando su propia fragilidad sobre el resto como forma de huir de su inseguridad, de atraer o desviar los cuidados de ellas y, de paso, rehuir la responsabilidad propia sobre dichos cuidados propios o ajenos. Parece que sólo existen las posiciones de víctima y de salvador, de agredido y agresor, de bueno y malo. El punto medio en el cual se cruzan y respetan nuestras subjetividades, sin demandas excesivas ni entregas abnegadas parece una quimera.


Unas vacaciones en Bali, un voluntariado en África, un fin de semana en la playa o una cabaña en el bosque son productos disponibles que prometen unos bonitos recuerdos y aún mejores fotos. Exponemos tras nuestro ingenuo consumo esos retazos de felicidad frente al resto y nos ahorramos exhibir nuestra cotidianidad en un entorno laboral precario, responsabilidades familiares adquiridas o la imponente soledad y sed de aprobación, reconocimiento y admiración que nos empuja a compartir fotos y vídeos de las situaciones más artificiales que pueda imaginarse. Por otro lado, por supuesto, exhibir nuestro sufrimiento -o el que nos provoca el de los demás- se convierte en el mismo reclamo de atención y reconocimiento que no parece saciarnos fuera de las pantallas. Son las dos caras de una misma moneda. El denominador común parece una necesidad imperante de tragar -sin masticar- la mayor cantidad de validación externa que podamos antes de sentir los puntos ciegos de nuestra afectividad. Nuestras carencias, nuestra soledad, nuestro dolor, nuestra inseguridad, nuestro miedo.


Se publica en redes que estamos empezando a ser más fuertes y menos dependientes de los demás, con la intención implícita de que -aún dependiendo manifiestamente de los demás- obtengamos la aprobación que seguimos anhelando. Por el contrario, se publica también en ocasiones lo mal que estamos en lugar de compartir una intimidad real y profunda, personalmente.


Esto último suele asustarnos demasiado, implica paciencia, abrirnos a compartir el dolor del otro y compromiso con él. Tres asuntos difíciles hoy en día y que se antojan incompatibles con este positivismo que nos impele a correr hacia delante, más cuanto mayor sea el compromiso que se nos requiere, y mirar por nosotros. Esto termina convirtiendo nuestras vidas en una especie de checklist en el cual uno va pasando de nivel cuando va tachando cosas de la lista. Sin embargo, nos sorprende que, a pesar de tener un buen salario, una pareja, una familia, una casa, un coche y un mes de vacaciones pagadas, nos siga faltando algo, o algo nos persiga.

 

Cuando una relación termina, comenzamos otra, queriendo o sin querer, lo antes posible. El duelo es un enemigo del que hay que huir, o incluso al que combatir. Entonces hacemos campaña contra el cáncer o contra cualquier patología -como si fuera una guerra- y nuestro pronóstico dependerá de cuán fieros guerreros seamos. Venirnos abajo nunca es una opción.


Además, se inician otras campañas a favor de la ira, la indignación o el conflicto, como si la expresión o promoción de las mismas fuera un antídoto contra nuestro tedio o nos fuera a prevenir de algo porque sí. Cierto y necesario es poder expresar toda la gama de emociones y sentimientos propias de nuestra afectividad, pero hacerlo per se, de modo mecánico y sin un fin o contexto mayor es lo mismo que repetirnos eslóganes cuando nos vienen duras. Un placebo cuyo efecto está restringido al tiempo que podamos mantener la negación o disociación de nuestro malestar. Alerta de spoiler, no es una solución, y menos definitiva.

 

¿Por qué he titulado a este artículo “El comercio de la fe”? Porque detrás de toda esta filosofía tan actual subyacen creencias muy profundas y con la misma base que cualquier culto o religión. No existe evidencia al respecto y se apoyan en la esperanza de que nuestra voluntad, sometimiento o devoción a dichos planteamientos consigan aliviarnos nuestro malestar y acercarnos un poco más a Dios que, en este caso, ha sido sustituido por la realización personal, la serenidad y la “satisfacción” inmediata. Si no nos funciona el sistema es que no tenemos suficiente fe en él o algo estamos haciendo mal. Eso sí, el problema suele ser siempre de los demás. No cuestionamos nuestras formas de pensar y, si lo hacemos, a veces es con un cinismo igual de peligroso y dañino que lo que intenta rebatir.

 

El tiempo que requiere pararse a pensar, desafiar nuestras propias concepciones, elaborar unas más congruentes con la realidad del entorno y la nuestra, manejarnos como un funambulista en la delgada línea entre nuestra subjetividad y la del resto y así poder relacionarnos sin dañar ni dejar que nos dañen es una tarea delicada, costosa y desagradable. Por esto, la mayoría de personas buscan soluciones rápidas, tratamientos cortos y que prometen lo que no pueden cumplir. La psicoterapia es un proceso largo, tedioso en ocasiones, molesto. Tal y como lo es desacostumbrarse a funcionar en piloto automático, mirar de frente las partes de nosotros mismos que tanto escondemos y rechazamos y darles un espacio para poder crecer. Ese “permitirnos” sentir, especialmente lo que evitamos sentir, requiere un trabajo de años, al igual que aprender a reconocer qué pertenece afectivamente a los demás y qué a nosotros mismos, no proyectar nuestros miedos o frustraciones ni dejar que los demás lo hagan sobre nosotros.


Siempre que mis pacientes, llegado el momento, me preguntan por la duración de la terapia o me dicen que les parece demasiado largo, les pregunto por el tiempo que han pasado funcionando en automático frente a una hora de consulta semanal. También los animo a pensar en el sobrecoste acumulado que les supone un mecanismo que pierde energía todo el rato, como un coche que tiene un agujero en el depósito. Funciona y consigue desplazarse, pero su autonomía es mucho menor y está expuesto a averías, fallos e incluso a estallar. Así funciona un sistema de defensa, un modo patológico de estar en el mundo. Nos defiende de algo que sucedió en el pasado a costa de robar espacio, confianza y seguridad en nuestro presente. Lo peor es que también nos conduce a repetir las mismas situaciones que lo produjeron en otro intento más por resolver algo que no se resolvió -y ya no se resolverá-.

 

En definitiva, cada vez que alguien nos ofrece la posibilidad de conseguir algo diferente con nuestra salud haciendo lo mismo de siempre -ir deprisa, pensar poco, sentir menos, resultados rápidos-, aunque vista de gala el mensaje, sigue comerciando con nuestra fe, a pesar de que la disfrace de actitud, voluntad o positivismo.



 
 

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