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LA RESPONSABILIDAD DEL TERAPEUTA

  • Foto del escritor: Alejandro B. B.
    Alejandro B. B.
  • 27 nov 2024
  • 14 Min. de lectura

Actualizado: 10 dic 2024


Hay oficios comprometidos. ¿Unos más que otros? Quizá todos lo sean. El compromiso se adquiere con diferentes fines. Un controlador aéreo lo hace con el de que el viaje de cada pasajero se realice sin más incidencia que los retrasos o las turbulencias. El del piloto el de llevarlo a su destino. El de un azafato que esté informado de las medidas de seguridad y sus necesidades durante el vuelo y en relación a éste se vean satisfechas. El compromiso en estos tres casos es con el bienestar de las personas.

 

El compromiso de un panadero es alimentar diariamente a las personas que lo visitan y proveer de un producto de primera necesidad a su comunidad. Al igual que el primer caso, podríamos sobrevivir sin aviones y sin pan -a expensas de otros alimentos-, con que una y otra profesión adquiere una importancia vital relativa. Relativa a la necesidad que ha de satisfacer. El compromiso del panadero también es con el bienestar de las personas. Mientras que el error de un piloto puede desde entorpecer el trabajo y la vida personal de los pasajeros hasta causar decenas o cientos de muertes, el de un panadero oscila desde generar una gastritis en alguno de sus clientes hasta obligar a alimentarse a su comunidad mediante otros medios, o no poder hacerlo.

 

¿Cuál es el error de un médico? ¿Es peor el error de un médico de atención primaria que el de un cirujano? ¿En qué sentido y qué medida? ¿Cómo se realiza esa medida? ¿Cuáles son esos sentidos? ¿Qué pretendo yo como autor de este artículo planteando estos dilemas? Quién hace estas preguntas, cómo, cuándo, por qué y con qué fin determinan o, al menos, condicionan en gran parte su respuesta. Un médico de atención primaria puede ignorar un síntoma de un paciente con una afección y que ésta empeore. Un cirujano puede desde promover una cicatrización problemática hasta matar a su paciente. Estos compromisos conllevan, al menos a primera vista, diferentes responsabilidades. Sin embargo, ¿medimos el compromiso de un profesional por las consecuencias de sus errores? Desde luego, normativamente sí. De hecho, remuneramos la responsabilidad adquirida por nuestros compromisos laborales. Esta remuneración es económica, social y afectiva. Económica como incentivo al compromiso del profesional con sus obligaciones y las responsabilidades derivadas de aquéllas. Social y afectiva por el reconocimiento, la admiración y el estatus que despiertan algunas profesiones, así como por el bienestar subjetivo que disponen por las diferentes gratificaciones que reportan.

 

Entonces, ¿podemos decir que el error de un médico de atención primaria es más leve que el de un cirujano? ¿Diríamos, por esta misma regla, que el de un panadero es también menor que el del médico de atención primaria? ¿Es el compromiso con la salud de las personas mayor que el de, por ejemplo, un productor de cine? Cuando la salud se ve comprometida muchos otros aspectos quedan, inevitablemente, relegados a un segundo plano. No podemos disfrutar de una película ni de una buena comida si padecemos una enfermedad que nos lo impide, tampoco si no podemos adquirir dicha comida o una entrada para el cine. Si el productor de cine yerra podemos no disfrutar de la película. Si el panadero se equivoca podemos indigestarnos o vernos obligados a comer sin pan. Si cualquiera de los médicos comete un error, no podremos disfrutar en mayor o menor medida de ninguna de las anteriores.

 

Parece en estas circunstancias que sí hay unos oficios más comprometidos que otros, al menos en cuanto afectan directamente a la salud de las personas en primera instancia. Más cuando se presupone que su responsabilidad es justamente proveer de la satisfacción de las necesidades vinculadas directamente a la salud de las personas. Uno depende de un modo especial de las manos de un cirujano, del diagnóstico, tratamiento o derivación de un médico de atención primaria y, por supuesto, de un psicoterapeuta. A veces su vida no depende de ello y, en más de una ocasión, sí lo hace. Que un tumor pueda ser extraído requiere previamente que haya existido un buen ojo clínico y una derivación, lo que fundamentalmente depende por igual del cirujano y del médico de atención primaria, así como que un paciente gravemente deprimido permanezca entre nosotros depende fundamentalmente del terapeuta.

 

¿Es esta la única responsabilidad de un médico o de un terapeuta? ¿Mantener vivo al paciente? Quizá hace 2.000 años fuera de las pocas que se podía esperar y, aún así, se desarrollaron métodos muy delicados para mejorar la salud de las personas en las civilizaciones antiguas. Desde luego, con los medios actuales y cierto bienestar de base que presupone, en sociedades occidentales o, más bien, del norte del mundo, la disminución e incluso eliminación de la mortalidad derivada de, por ejemplo, infecciones otrora nefastas, entendemos que mantener con vida a una persona sería la última o la primera responsabilidad del médico. La última en cuanto a que el objetivo sea mejorar el estado de salud del paciente, garantizada su vida. La primera cuando esta garantía está en riesgo por la razón que sea. Así que la responsabilidad de un profesional de la salud es, justamente, incrementarla. Esto comienza desde el modo en cómo atendemos a un paciente desde que pide cita hasta que sale de la consulta, derivación, diagnóstico y tratamiento mediante y durante. La salud no sólo implica necesidades orgánicas como un antibiótico para una infección bacteriana o una cirugía, en su caso. Las necesidades de cualquier paciente, incluso cuando sólo padece de una duda o temor por su salud, aun cuando no reviste riesgo o incluso no es necesario el tratamiento, también son la disminución de su angustia mediante el reconocimiento de su malestar, la validación de su miedo y su necesidad de seguridad, así como el acompañamiento del resto de necesidades que surgen a tenor de cualquier tipo de sufrimiento. Desde el que provoca una fiebre alta hasta el miedo y la duda por un bulto en el pecho.

 

¿Qué factores comprometen la salud mental de un individuo? ¿Hasta dónde llega la responsabilidad de un terapeuta? ¿Qué tipo de compromiso es el nuestro, si la salud mental es algo sustancialmente menos tangible? Un hígado enfermo da señales de su patología, sea en forma bioquímica, estructural o funcional. Éstas pueden evaluarse mediante una serología, una resonancia y una valoración clínica. Esta última es la más controvertida puesto que depende en exclusiva del criterio médico y no de marcadores fisiológicos. En nuestro trabajo empleamos casi exclusivamente la valoración clínica ya que las variables de las que intentamos tomar una medida no son directamente visibles como el déficit de hierro o el exceso de glucosa, son inferibles. Hemos diseñado pruebas que permiten medir estas variables indirectamente, a través de preguntas y respuestas completamente mediadas por un componente increíblemente errático, la respuesta humana. ¿Por qué errático? Porque la forma en que experimenta, tolera y expresa -o no- el sufrimiento una persona es también, increíblemente variable. ¿Padece más aquella persona que sobreinforma o teatraliza su malestar porque ha aprendido que ha de hacerlo para que le escuchen y le tomen en serio? ¿Padece menos aquella que sufre callada? ¿Padece más un paciente con un linfoma que uno con leucemia? ¿Padece más un niño que un adulto? ¿Un adulto que un anciano? ¿Un habitante promedio del norte de Europa que un cherokee o un mapuche?

 

En nuestra profesión y cualquiera que lidie con el dolor, sea del tipo que sea, ha de contar con que no existe herramienta excepcionalmente fiable para medirlo y utilizar dicha medida como criterio diagnóstico y pronóstico de una patología. El riesgo en un paciente suicida es que pierda la vida y puede no dar apenas síntomas más que sutiles al entorno. Un paciente con Munchaussen puede, por el contrario y sin presentar ningún daño físico, llegar a causarse daño orgánico con el fin de que le cuiden. ¿Sufre uno menos que el otro? Uno parece tener mayor riesgo de morir pero… ¿Implica que sufra más? El paciente facticio puede llegar a provocarse la muerte por buscar cuidados. ¿Será que entra en juego qué tipo de sufrimiento toleramos mejor los demás, entendemos o, tal vez, aceptamos? El sufrimiento de una persona severamente deprimida puede llegar a tolerarse porque también su modo de enfermar suele facilitar que el entorno sienta compasión y ternura hacia ella. En el caso del Munchaussen, suele despertarnos más bien un rechazo proporcional a la gravedad de los síntomas, como si el componente manipulativo, al ser tan escabroso y manifiesto, nos impulsara a alejarnos del dolor de quien lo adolece.

 

¿Cuál es mi responsabilidad como terapeuta? ¿Cuál es la del paciente? Muchas veces nos apoyamos tanto en el significado de la palabra paciente que damos por hecho que los únicos que han de asumir alguna responsabilidad en cuanto a nuestro malestar es quienes han de darnos un tratamiento, el agente. Paciente viene del latín pati, padecer, sufrir, tolerar, aguantar. Es decir, el que sufre. En algún momento de la traducción se perdió la última acepción. Quien aguanta es alguien que resiste y, por ende, también con capacidad de agencia -agente- para la mejora de su salud. Con ayuda del terapeuta, sí. Pero responsable en último término de lo que hace o no hace mientras está en su mano. A veces, como terapeutas, tenemos un sentido de la responsabilidad hipertrofiado, empieza a chocar con la responsabilidad propia del paciente y puede comenzar un juego arriesgado de paternalización e infantilización de quien sufre. Muchas veces el paciente trata de colocarnos en esa posición, pero no porque considere que es lo mejor para su salud, sino porque no conoce otra cosa. Es entonces nuestra responsabilidad como profesionales devolverle a ese paciente su sentido de responsabilidad, su capacidad de agencia, por supuesto, siempre y cuando esté al alcance de nuestras posibilidades y capacidades como especialistas, terapeutas o, en último término, también seres humanos con sus conflictos y limitaciones. La omnipotencia que a veces los pacientes desean de nosotros, así como nosotros de nosotros mismos es peligrosa y, sobre todo, irreal. Si hay sólo una parte agente, quiere decir que la otra sólo puede ser paciente y si hay una completamente omnipotente, que otra es completamente impotente. Estos desequilibrios, como el de víctima/victimario son los que generan relaciones tempestuosas en nuestros pacientes y parejas profundamente infelices -y con gran capacidad para hacer infelices a terceras personas- incapaces de separarse.

 

Leía estos días a una psicoanalista recién fallecida, Donna M. Orange, a la que siempre he considerado excepcionalmente implicada en la ética terapéutica, y que afirmaba con rotundidad que en relaciones de carácter abusivo existe un perpetrador y una víctima (Orange, 2021). Considero que su postura era lo suficientemente “radical” en el sentido de que no admite que quien recibe abusos de cualquier tipo tenga la más mínima responsabilidad en el hecho de ser abusado. Estoy completamente de acuerdo con ello. Por otro lado, no pienso que dicha víctima de abusos sea una víctima en todos los aspectos de su vida. Si no ayudamos a que desarrolle la capacidad de decidir y se deje de sentir siempre presa de los vapuleos de la vida, probablemente seguirá sufriendo. El responsable de los abusos siempre será quien abusa, pero la responsabilidad de quererse a uno mismo, alejarse o defenderse emocionalmente corresponde además a uno mismo. Esto no quiere decir que no existan violencias sistémicas que haya que combatir mediante otros medios más allá del espacio terapéutico. Dichas violencias existen y son las responsables de la existencia de víctimas del supremacismo, los totalitarismos, la guerra, la tortura, el genocidio o el hambre. Ha de decirse que si estas violencias existen y son sistémicas es porque, de uno u otro modo, colaboramos en ellas o las permitimos. Tal y como plantea esta autora, quizá también es nuestra responsabilidad como terapeutas nuestra implicación contra el desarrollo de este tipo de violencias y nuestro posicionamiento ante ellas, puesto que no deja de ser nuestro trabajo el luchar por la salud de nuestros pacientes y, todos ellos, colaboran o son víctimas de algunas de ellas, como nosotros. Nuestro silencio, como plantea Orange (2021, pp. 69-96), puede resultar igual de traumático que el silencio de la familia tras un abuso en su mismo seno, el silencio institucional en medio del ruido de una comunidad que necesita auxilio o el silencio de las personas que, aunque fuera de modo pasivo, se sometieron a la voluntad de otro para salvaguardar su vida o beneficios en detrimento de los de los demás.

 

Éste ha sido un país atravesado por la guerra civil y muchos de los supuestos planteados sobre la realidad de otras naciones como Alemania y el Holocausto, Chile y la dictadura de Pinochet, Obiang en Guinea, así como otra veintena de totalitarismos contemporáneos, siguen siendo aplicables. En Alemania muchos colaboradores del Tercer Reich se mantuvieron en silencio tras los crímenes de guerra y sólo declararon que habían sido impelidos por las circunstancias a actuar de tal modo. Su omisión implicó tanto no ayudar a personas inocentes como hacerles daño. Aquí sucedió algo similar aunque a mucha menor escala, el régimen franquista contó con aliados lejos de su ideología por el mero hecho de garantizarse mantener ciertos beneficios, o incluso la vida. Parecería aventurado decir que estas personas son igual de culpables que los perpetradores no coaccionados, pero… ¿Significa esto que no son culpables? ¿Qué sucede con las torturas llevadas a cabo por gobiernos legítimos en territorios extranjeros? ¿Son legítimas? Y… ¿Por qué a pesar de estar en riesgo sus privilegios o incluso su vida, algunas personas no ceden ante la coacción o la tortura y, con su silencio, protegen sus ideas o a quienes quieren? Se argumenta que el miedo juega un papel innegable en estas circunstancias tan extremas y que las personas son capaces de hacer daño a los demás con tal de proteger a los suyos. ¿Por qué parece más sencillo hablar, en nuestro caso, menos de la envidia y más del miedo?

 

¿Cómo puede un terapeuta, un clínico, hacer su trabajo sin tener en cuenta la historia de "su" tierra, de "sus" gentes, y la participación que sus allegados, incluyendo su familia, han tenido en ella? ¿No es nuestra responsabilidad conocer nuestra contribución al malestar del paciente? ¿No sería entonces nuestra la responsabilidad de conocer la contribución propia al malestar de cualquier otra persona, aunque fuera de modo indirecto, así como el que nuestra familia o seres queridos hayan causado a otros -incluyéndonos nosotros-? La culpa y el miedo son una herencia peligrosa, pero, ¿y la indiferencia devenida por nuestra ignorancia, ese silencio tan dañino como el que dejó solos a nuestros pacientes y que es tan cómplice de su malestar como el nuestro? ¿Se legitima nuestro silencio ante el malestar público o social, pero no ante nuestros pacientes? ¿No parece un peculiar ejercicio de hipocresía atender al dolor humano en el calor y la comodidad de nuestra consulta, al abrigo del resto de factores sistémicos que mantienen parte de su malestar y del nuestro?

 

Si planteo todo esto es porque muchas veces nuestros pacientes proceden de familias en las que se escenifica y reactúa una y otra vez un drama intergeneracional que claramente quedó grabado en su sistema relacional y se transmite a cada generación justamente por culpa del silencio. Ese silencio que nadie ha explicitado, pero nos abstiene de hablar sobre nuestro dolor, nuestro miedo, nuestra ira, nuestra necesidad. Todas nuestras familias vivieron de uno u otro modo la guerra y la postguerra, quizá en la generación de nuestros padres, de nuestros abuelos o, en el caso de personas más jóvenes, de sus bisabuelos. ¿Cómo crecieron ellos en medio de todo ese caos, ese miedo, esa envidia, esa omisión o comisión de delitos contra la dignidad y la vida, el hambre frente al privilegio, la doctrina católica franquista, el papel de la mujer dentro del régimen -más como una sombra que como un ser de propio derecho? ¿Cómo se construyó nuestra propia familia, la del terapeuta, y en qué espacios de nuestra historia sigue vivo ese silencio? ¿Acaso creemos que ese silencio no conectará con aquellos en la historia del paciente en algún momento y le supondrá otra decepción?

 

Aquello de lo que no se habla cobra vida propia. Son esos silencios los que crean monstruos y fantasmas, que son los que traen a nuestros pacientes a consulta. Cada historia propia de la vida del terapeuta no atendida, no narrada, condenada a un silencio defensivo, evitador, tomará contacto con los puntos ciegos de la historia de sus pacientes. Es entonces cuando es responsabilidad del terapeuta conocer su historia y su contribución a ella o en su reproducción, así como la exención de ciertas culpas y la asunción de otras responsabilidades que ahora, como adulto y profesional, sí ha de atender para poder atender a sus pacientes. ¿Acaso no arrastramos muchas veces, como terapeutas, la culpa heredada de nuestras familias y no hemos podido aún asumir algunas responsabilidades en cuanto a nuestro bienestar fuera de ella? ¿No nos mueve en ocasiones esa tendencia depresiva y culposa que nos invita a compadecer a nuestros pacientes y transigir cosas que no haríamos con ningún otro ser humano? ¿Será que ya no pasamos una a nuestra familia o a nuestro entorno, pero seguimos tolerando el abuso de algunos pacientes como de algunos de nuestros padres? ¿No sería entonces responsabilidad del terapeuta reconocerse, aunque involuntario, partícipe de una historia de abusos de poder, violencia, envidia, miedo y silencio? Podría pensarse que el remanente de tal asunción se traduciría aún en más culpa y más ira, pero… ¿No puede ser acaso la culpa una emoción que, en su justa medida y ceñida a un conflicto realista, nos mueva a reparar el daño que podamos ejercer y, a la vez, la ira -ajustada y sin disociar ni reprimir- a señalar cuándo nos dañan?

 

Somos hijos y nietos de los conflictos familiares y, dado que éstos sucedieron también en medio de un golpe de estado y una dictadura posterior, ¿acaso no somos también herederos de la vergüenza y la culpa que eludieron nuestros familiares por no pasar hambre ni necesidad a costa del sufrimiento del vecino? ¿No lo somos del orgullo y la arrogancia de los opresores? ¿De la rabia y el dolor de los oprimidos? ¿No hemos adquirido una relación difícil con el hambre o la necesidad y su satisfacción cuando muchos de nuestros abuelos no podían permitirse tirar ni un mendrugo de pan? ¿Acaso no nos da contexto -y con profundidad- pensar y hablar de nuestra guerra y nuestra dictadura para comprender los males que nos aquejan? ¿No serviría para ver más allá de un padre manipulador y culpógeno o de una madre violenta, aunque efectivamente también formen parte de la historia? Creo que, como terapeuta, es mi responsabilidad acompañar a mis pacientes en el dolor que aún no han podido formular, al asumir las negligencias y abusos de sus padres y su entorno, así como comprender a estos últimos -que no justificarlos- para poder al menos elaborar una narrativa en la que se equilibren nuestras emociones y no sea tan dolorosa como aquella que nunca se elabora o se silencia, y nos convierte así en esclavos de nuestra infancia.

 

Si echamos aún más la vista atrás, sabemos -aunque muchas veces no queremos saber- que somos parientes de colonos, conquistadores, adoctrinadores, esclavistas y asesinos. Hemos colaborado en barbaries que van desde la Inquisición hasta la colonización de pueblos indígenas, es decir, hemos dominado, sometido o matado a aquellos a quienes considerábamos inferiores o peligrosos. ¿No resulta curioso pensar que eso es exactamente lo mismo que seguimos haciendo sobre algunas comunidades, individuos e incluso pacientes? También es lo mismo que ciertas personas siguen haciendo sobre otras con nuestra bendición callada y silenciosa. Podríamos decir que somos herederos de la erudición, del Renacimiento, del arte y la creatividad de la Edad Moderna, pero… ¿En qué nos ayuda centrarnos únicamente en los logros y halagos? Como terapeuta, es mi responsabilidad poner el foco y la atención en las zonas oscuras de la historia a la que, de algún modo, al no conocer, olvidar o sesgar, contribuyo repitiendo los mismos daños a los que trato de restar importancia. También formo parte y se despiertan en mí sentimientos cuando trato con personas procedentes de culturas a las cuales la mía propia ha sometido y devaluado -y sigue haciéndolo de renovadas formas-. Sentirme eximido o redimido por no haber formado parte directa de esa percibida superioridad ante los pueblos colonizados podría hacerme tender a cierta condescendencia o, por otro lado, a ser excesivamente crítico conmigo mismo por una culpa que no me corresponde. Sentirme víctima de una caza de brujas inquisitorial puede tornarse en una acritud, indignación descontrolada o cinismo igualmente peligrosos que la indefensión absoluta derivada de dicha persecución. Estos puntos medios, ese vivir en los espacios del que hablaba Philip M. Bromberg (2017, pp. 145-174) parece algo menos difícil cuando atendemos a la responsabilidad de ubicarnos dentro de todos los sistemas de los que formamos parte histórica, antropológica, estructural, económica, social, familiar y personalmente.

 

Es complicado hacerse cargo de todos estos niveles de análisis, pero todos ellos ejercen su influencia en nosotros, así como nosotros ejercemos en ellos la nuestra. De aquí que, quizá, la responsabilidad del terapeuta sea mucho más extensa de lo que aparenta, así como tiene su límite allá donde comienza la de nuestro paciente.




  • Bromberg, P. M. (2017). La sombra del Tsunami y el desarrollo de la mente relacional. Ágora Relacional.


  • Orange, D. M. (2021). Psicoanálisis, Historia y Ética radical: Aprendiendo a oír. Ágora Relacional.

 
 

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